Adulto joven en la actualidad
La población de jóvenes adultos solteros ha aumentado considerablemente en las ciudades. Hace apenas unas décadas. Era un sector invisibilizado e incluso estigmatizado. Sin embargo, esta percepción ha ido cambiando de acuerdo a la realidad socio-económica que se experimenta en las urbes. Hoy, se reconoce la existencia de este nuevo grupo etario, y sus particularidades en esta etapa de la vida.
Ahora bien, aunque no podemos generalizar la situación de vida de todas estas personas, sí podemos hablar de cualidades comunes que les distinguen como jóvenes adultos. Algunas características notorias son: edades que oscilan entre los 20 años y los 40, son económicamente activos, poseen autonomía de decisión, y han adquirido responsabilidades cada vez más complejas.
Actualmente, hay factores que han propiciado la consolidación de este grupo, uno de ellos por ejemplo, es el estudio, pues en una sociedad tan competitiva, hoy más que nunca, es de vital importancia forjarse una carrera profesional. Por esto, hay muchachos que invierten, después de alcanzar la mayoría de edad, de 4 a 5 años educándose; como consecuencia, se integran de manera formal a la población económicamente activa entre los 22 y los 25 años. Se empieza entonces a alimentar el currículo laboral, con el propósito de alcanzar una satisfactoria estabilidad económica que les permita vivir cómodamente, y a futuro, si se desea, formar una familia a la que se le puedan suplir las necesidades con calidad.
A pesar de que el matrimonio no es un parámetro único ni un reflejo inequívoco de adultez, lo cierto es que es implícitamente exigido como factor necesario para pasar de ser un “joven inmaduro” a un adulto reconocido como tal. Si sumamos a esto las presiones familiares, las metas personales a largo plazo y el temor a “el qué dirán”, podemos suponer que la etapa de soltería adulta tiene reveses que se manifiestan en las diferentes dimensiones de la vida de las personas.
La tiranía del deseo
Una persona puede estar soltera por diferentes motivos: por estar a la espera de la pareja adecuada; por postergar el acto matrimonial debido a los planes de realización personal; o que, por decisión propia, el no casarse se ha asumido como una opción válida y deseable. En la actualidad, podemos encontrar a este grupo de personas que, teniendo todos los “requisitos” para asumir la vida en familia, no lo han hecho, sino que más bien, han dejado de lado temporalmente, o de manera permanente, el acto matrimonial. Lamentablemente, no se puede dejar de lado, junto con el matrimonio, el deseo sexual.
El deseo sexual proviene de un proceso físico natural, característico de nuestra condición humana; es la necesidad de satisfacer un impulso biológico. Sin embargo, la canalización que se le dé a este impulso depende de: decisiones que se toman de manera consciente, vivencias pasadas que nos traen recuerdos estimulantes; por un reflejo corporal ante emociones gratificantes; o bien una combinación de estas. De acuerdo a las circunstancias particulares de cada individuo, satisfacer el deseo nos puede provocar una sensación de plenitud, o por el contrario, puede provocar un profundo sentimiento de frustración. Dios hizo la humanidad con sus características, tanto positivas como negativas, y el deseo sexual fue uno de los regalos que nos brindó con el don de la vida.
Por muchos años, hemos endosado la responsabilidad de los propios actos a otras personas, condenando muchos aspectos de la vida, cuando en realidad el problema ha sido el manejo que le damos a las herramientas personales que tenemos a la mano. Con el deseo sexual ha pasado algo parecido, hemos decidido que es más sencillo culpabilizar al deseo, y designarlo como pecado, aún cuando fue Dios quien nos dio la capacidad de sentirlo, en vez de asumir las consecuencias de nuestros actos y admitir que se han tomado malas decisiones. Es menos complicado concluir que es malo sentir deseo, en lugar de tomar las riendas de nuestro proyecto vital y aceptar que, a lo largo del tiempo, se han alimentado pensamientos que no son constructivos para nuestras vidas, o que se han tomado malas decisiones impulsivas o poco juiciosas. El deseo en sí mismo no es bueno ni malo, sólo es –sólo existe- y es parte de cada uno de nosotros.
El deseo sexual, a pesar de ser un impulso biológico, debe ser canalizado apropiadamente, al igual que lo hacemos con otros deseos que puedan percibirse como menos apremiantes. Las dificultades empiezan cuando no sabemos canalizar nuestros deseos, y los manejamos de manera inadecuada, o peor aún, cuando nos volvemos esclavos compulsivos de nuestras propias sensaciones, cediéndoles el timón de nuestras vidas.
Debemos administrar la gratificación sexual, y estar consientes de que éste deseo, al igual que otros sentimientos, no debe gobernar nuestra vida. La vida es más que sensaciones y emociones, y por lo tanto, no es prudente basar las decisiones importantes solamente en ellos. Pero bien manejado, el deseo es esa pizca de sabor que le da picante a la vida, y nos impulsa a alcanzar aquello que nos hemos propuesto: nos motiva a salir de nuestra comodidad con el propósito de alcanzar lo que queremos, y su encausamiento positivo o negativo depende de nosotros mismos. Pero equivocadamente, en ocasiones, se intenta llenar otros aspectos de la vida por medio de la satisfacción del deseo, de manera irracional, reaccionando impulsivamente a todo apetito, y el ámbito de nuestra sexualidad no es la excepción. Más bien, es el área en la que debemos manejarlo con mayor cuidado, ya que incide tanto en nuestra identidad como en nuestra relación con los demás.
Sexualidad y fe: contradicciones y silencios
Muchas personas caen, equivocadamente, en el intento de satisfacer necesidades afectivas o emocionales por medio del placer sexual. Basta con encender el televisor: nuestra sociedad actual apunta al sexo como moneda de intercambio para determinar nuestras posibilidades de ser felices y nuestra capacidad para merecer amor.
Cuando se aborda el tema de la sexualidad en adultos solteros que, además, asisten a comunidades de fe, es común enfrentar una importante cuota de culpa ante la contradicción entre la doctrina y el deseo sexual. Seguimos manejando el mensaje oculto –o no tan oculto- de que el sexo es malo y sucio. Este mensaje influye sobre las actitudes de hombres y mujeres que, si bien desean vivir su fe con integridad, enfrentan confusión, dudas y frustraciones.
Esta dicotómica visión de mundo (literalmente, partida en dos), nos lleva a sentir que el sexo es algo “que se hace, pero de lo que no se habla”. Así, es común hallar una ambivalencia entre placer y negación: si el sexo es placentero, pero reconocerlo nos hace sentir culpables, nos vemos en la necesidad de pretender que el sexo no existe; que no es parte de nuestras vidas, ni de nuestras iglesias.
Esta forma de pensar lleva a la gente a vivir una desintegración entre su fe y sus comportamientos más privados. Existen conductas especialmente problemáticas, como el sexo casual, la masturbación compulsiva –tanto en hombres como en mujeres-, así como la vida sexual “secreta” de parejas no casadas. Aunque todas estas personas participen de comunidades de fe que prediquen la postergación hasta el matrimonio, los comportamientos privados son tan difíciles de manejar, que se vuelven cada vez más secretos, más amenazantes y más incontrolables. Ignoramos como manejar con integridad las circunstancias sexuales de nuestra vida y acabamos trastabillando con desahogos esporádicos y muchísima culpa.
Una fragmentación así, entre lo espiritual y lo conductual, puede desembocar en la desvalorización de lo espiritual –“lo que dicen en mi iglesia no es cierto-“, o en una fragmentación de la integridad –“lo que dicen es cierto, pero me resulta imposible”-. Estos conflictos son especialmente difíciles de manejar, porque no pueden reconocerse por medio de la palabra, ya que el tema en sí está revestido de vergüenza.
Si, en el pasado, hemos optado por una vida sexual desordenada, vale la pena hacer un alto y reflexionar, más allá de la culpa, sobre el plan de Dios para nuestra vida y cómo nos encaminamos hoy día hacia nuestros proyectos.
• ¿Qué aportaron esas experiencias a mi vida?
• ¿Me han aportado una mejor calidad de vida en lo emocional?
• ¿…en lo espiritual?
• ¿…en lo relacional?
Cuando las relaciones sexuales no tienen trascendencia a largo plazo ni se enmarcan en un compromiso de por vida, necesitamos evaluar qué es lo que estamos buscando durante esta etapa; ¿qué necesitamos satisfacer como adultos, como cristianos y como personas que valoramos y dignificamos a nuestro prójimo?
Las interrogantes del proyecto de vida
En esta etapa es común experimentar la ansiedad que la soltería genera en muchos hombres y mujeres. Alexander Grant, especialista de Enfoque a la Familia, afirma: “Yo soy de los que propone que los hombres también tenemos un reloj biológico al igual que el de las mujeres, y que esta necesidad está ahí, y al igual que la mujer siente la necesidad de ser madre, creo que el hombre también siente la necesidad de ser padre, aunque no le toque llevar en su cuerpo a la criatura por nueve meses”.
La preocupación con respecto al proyecto de vida en el aspecto sentimental, es un tema vergonzoso para muchos, porque nos hace sentir vulnerables. El silenciamiento de la sexualidad no ayuda: nos hace desarrollar una vida afectiva caracterizada por la frustración y por la ansiedad. Sin bien es cierto que frecuentemente el matrimonio no es parte del proyecto de vida, existen muchas otras personas que sí desean casarse y tener hijos, aunque, debido a diferentes circunstancias, no han alcanzado aún el estado de vida que anhelan. ¿Somos capaces de reconocer que tenemos necesidades, no solo en lo sexual, sino en nuestra autoestima y en nuestro anhelo de forjar una familia? ¿Podemos aceptar que nuestro reloj biológico nos pide ser sexualmente activos, pero nuestras circunstancias y nuestra fe nos piden esperar?
Integridad: el mapa para la paz
Para empezar, es necesario que los jóvenes adultos, podamos reconocer y valorar al cuerpo y a sus sensaciones como don de Dios: Él hizo algo sagrado en el cuerpo, que debemos cuidar y administrar con amor y sabiduría. Si aprendemos a valorarnos, podremos reconocer nuestra sexualidad a la luz de nuestra fe: en forma genuina, realista y a la vez, espiritual. Necesitamos reconocer a Dios como un padre amoroso, y encontrar en Él, como Creador, a la Persona que nos conoce y acepta mejor que nadie, al autor de nuestra vida, que desea nuestra realización personal.
El deseo sexual no debería ser un “tirano” que gobierna nuestras acciones. Por el contrario, podemos proponernos educarlo de acuerdo con nuestro proyecto de vida. Esto requiere, primeramente, reconocerlo como parte del don de Dios y no como algo sucio o vergonzoso. Así podemos comenzar a aprender nuevas estrategias para administrar nuestro deseo sexual de acuerdo a nuestras convicciones humanas más profundas, canalizándolo apropiadamente por medio del fortalecimiento de la autoestima, un sentido de misión social-comunitario, así como una vida afectiva enriquecedora.