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sábado, 11 de febrero de 2012

¿Machos? ¿Masculinos? ¿Hombres? Por: Carlos Rosales

Si alguien nos preguntara por las características esenciales que mejor definen al hombre, ¿qué responderíamos? Posiblemente algunos dirían que el hombre generalmente es fuerte, protector y caballeroso, quizás algunos otros llegarían a suponer que un rasgo esencial masculino es la agresividad, la infidelidad o los celos, y para otros quizás sea más destacable la poca sensibilidad, el espíritu de competencia o la necesidad de conquista. Si bien todos estos rasgos no son estrictamente exclusivos de los hombres, parece ser que sí se presentan con mayor regularidad e intensidad en los hombres que en las mujeres. Esto se debe a toda una influencia cultural que intenta perpetuar un esquema específico de masculinidad.

Desde el día del nacimiento, a lo largo del transcurso de los años y hasta la muerte, el hombre aprende a distinguir qué comportamientos son los más aceptados y esperados para su sexo. Las costumbres y tradiciones, la familia y los medios de comunicación, entre otras fuentes, proporcionan pautas de aprendizaje que condicionan la forma en que nos desenvolvemos. Por ello es que existen matices en las formas en las que se manifiesta la masculinidad, es decir, el comportamiento típico de un hombre variará dependiendo de la época histórica y de la sociedad en la que crece. Por ejemplo, para nuestros bisabuelos las tareas del hogar (cocinar, planchar, lavar, etc.) no eran labores “de hombres”, sino “de mujeres”; en la actualidad esta apreciación dejó de ser frecuente.

Lo que es importante destacar con este ejemplo, es que existen posibilidades reales de cambiar un comportamiento típicamente asociado a lo masculino, sin que por ello se pierda la orientación sexual de origen. Esto toma especial relevancia cuando logramos apreciar que muchas formas de masculinidad, centradas en la dominación y en el uso del poder y la fuerza, son nocivas tanto para los hombres como para las mujeres.

Los comportamientos que típicamente son denominados como “machistas”, resultan de una visión de mundo que supone algún grado de superioridad de los hombres respecto a sus pares femeninas. Está de más recordar que todo ser humano posee un valor y una dignidad que le es intrínseca, y que por lo tanto, nos vuelve merecedores a todos por igual, del mismo respeto, de las mismas oportunidades, derechos y libertades. Sin embargo, en ocasiones el estilo de crianza que nos ha tocado vivir y el entorno sociocultural, nos hace olvidar este principio básico, y es precisamente ahí entonces cuando se incurre en actitudes y conductas discriminantes o dominantes.

La mejor defensa que los hombres pueden esgrimir para justificar su concepción de supremacía masculina, consiste en convencerse de que su forma de ser es natural, inmutable e inofensiva, es decir, pretender que no se tiene ningún problema ni la capacidad para buscar un cambio. Por ejemplo, ante una situación en la que los celos se presenten combinados con conductas agresivas en el hombre, éste puede justificarse respondiendo: “¡yo soy así y si no quieren verme enojado, entonces no hagan cosas para provocarme!”

Si cotidianamente necesitamos andar demostrando en todo momento cuan machos somos, es claro entonces que se ha errado desde hace mucho tiempo el camino. Cuántos conflictos y sufrimientos en el hogar, cuántas malas decisiones tomadas, cuántas oportunidades perdidas tienen que pasar, para darnos cuenta que los momentos de vulnerabilidad y debilidad también pertenecen a los hombres. Una de las características más nocivas de la masculinidad machista, consiste en la represión de las emociones, en la frialdad con que se manejan las relaciones afectivas. Muchos hombres se están perdiendo de disfrutar una comunicación abierta y sincera con sus hijos y su pareja por esto, o prefieren permanecer férreos e imperturbables por fuera, aunque por dentro vivan atormentados, y todo por mantener su lugar de “hombre de la casa”.


Debemos repensar nuestra vida y descubrir lo que es verdaderamente prioritario en ella. ¿Es acaso provechoso mantenerse viviendo en una constante pugna por demostrar siempre tener la razón, o por ejercer siempre el control sobre todas las cosas y sobre los demás? ¿O será mejor construir relaciones equilibradas, más humanas, auténticas y plenas, aunque eso signifique un reconocimiento de limitaciones y búsqueda de apoyos? La respuesta resulta obvia, pero se requiere un poco más que una buena voluntad de cambio para empezar a vivir una masculinidad sana y equilibrada. Es necesaria también la constancia, la humildad, la paciencia, en algunos casos la búsqueda de ayuda externa, pero por sobre todo, empezar a desarrollar la convicción de que con el cambio, no se inicia una pérdida de la hombría, sino una mejora integral del hombre.

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