En nuestro contexto socio-cultural, es común describir a la figura paterna a partir de los rasgos más característicos que manifiesta. Pero esos rasgos notorios y predominantes son producto fundamentalmente de una construcción socio histórica que fue acentuando en el hombre, en general, y en los padres, en particular, aspectos emocionales, cognitivos y conductuales típicos de sociedades con tendencias patriarcales.
De esta forma, es esperable que los padres de familia se ocupen de los aspectos relacionados con la provisión del hogar, así como del establecimiento de las normas de conducta, disciplina y de la autoridad; su participación en el espacio privado o doméstico en la mayoría de los casos, se redujo a esto, Avocándose así a la conquista del espacio público, escenario excluido para la mayoría de las mujeres durante mucho tiempo.
Existe en la actualidad abundante evidencia de cómo la concepción patriarcal limitó de múltiples formas las posibilidades de expresión emocional y afectiva que también se encuentran presentes en el hombre. Este desafortunado cercenamiento, en la posibilidad de transmitir con naturalidad los sentimientos, ha hecho que muchos hombres y padres de familia cohíban sus expresiones de afecto, así como gestos verbales y físicos de cariño, a sus cónyuges e hijos.
Esta situación ha traído consigo, a lo largo de la historia, una lamentable afectación en las relaciones familiares y sociales. Las esposas y los hijos e hijas resienten esa ausencia de contacto y comunicación afectiva, y, como resultado inevitable, estas carencias se traducen en posteriores frustraciones y lesiones emocionales. Pero también el hombre, el esposo y el padre, al detener sus expresiones afectivas, termina siendo uno de los más afectados de la “cultura patriarcal”, porque se pierde o ve limitado su potencial de comunicación y el deleite afectivo que proviene de la reciprocidad del contacto humano.
Es cierto que las cosas están cambiando, y nos adentramos al Siglo XXI con importantes modificaciones en las relaciones humanas en todos los niveles. El diálogo, el respeto y la interacción en los ámbitos sociales y familiares cada vez son más extendidos. Dichosamente, sobre estos tópicos, nos estamos acercando a una mejor comprensión de las enseñanzas de Jesús presentes en el Evangelio. Sin embargo, aún falta mucho por hacer.
De manera particular, los padres de familia deben variar su papel en el hogar. Los hijos necesitan padres más cercanos, presentes en sus etapas de desarrollo, a su lado, no solo como referentes necesarios de autoridad, sino además, como soportes insustituibles en la conformación de su identidad y desarrollo integral.
La presencia de los padres en el hogar es fundamental, pero esta presencia física y emocional no es suficiente si no se concibe como una incorporación plena en la dinámica familiar. Lo cual se traduce en un involucramiento en las tareas y responsabilidades que supone la convivencia de familia, una vinculación real, junto con la madre, en la crianza, educación, disciplina y transmisión de valores hacia los hijos e hijas, al igual que en el otorgamiento de afecto, cuidado y seguridad hacia los mismos.
Para un padre, no puede existir mayor satisfacción que compartir lo cotidiano, pensamientos, comunicación, inquietudes e ilusiones con los hijos e hijas. La posibilidad de diálogo con ellos y ellas se convierte en la más hermosa y edificante experiencia.
Este diálogo eleva la posibilidad de acompañarlos en la construcción paulatina de sus proyectos de vida, en ser referentes válidos para la toma de decisiones y apoyos sólidos; consejeros oportunos y acompañantes permanentes.
El diálogo significa hablar con los hijos, y hablar con los hijos significa fundamentalmente, y sobre todo en estos tiempos, escucharlos, aún más allá de las palabras que expresan. Ésta es la más grande de las experiencias y de las oportunidades para compartir, para crecer juntos y para acercarnos a ellos mediante lazos afectivos que trascienden el momento, ya que se extienden para siempre.
Cuando se afirma que el padre puede ser amigo de sus hijos, no se trata de que el padre pretenda establecer una relación horizontal, de iguales, con sus hijos. Se trata de que el hijo o hija encuentre la cercanía, la disposición, la confianza y el afecto del padre en todo momento y circunstancia. Se trata de la proximidad y la disponibilidad del padre para cuando el hijo o hija lo requiera, el consejo oportuno, el brazo solidario, la palabra de apoyo y el abrazo de amor, que los estereotipos y los tabúes, las inhibiciones y los temores, en ocasiones, les han impedido a los padres expresar con total libertad y plena satisfacción. Sí, bajo esta perspectiva, se puede ser padre y amigo de los hijos; pero este vínculo debe estar fundamentado en una relación de mutuo respeto, admiración y profundo amor.
De esta forma, es esperable que los padres de familia se ocupen de los aspectos relacionados con la provisión del hogar, así como del establecimiento de las normas de conducta, disciplina y de la autoridad; su participación en el espacio privado o doméstico en la mayoría de los casos, se redujo a esto, Avocándose así a la conquista del espacio público, escenario excluido para la mayoría de las mujeres durante mucho tiempo.
Existe en la actualidad abundante evidencia de cómo la concepción patriarcal limitó de múltiples formas las posibilidades de expresión emocional y afectiva que también se encuentran presentes en el hombre. Este desafortunado cercenamiento, en la posibilidad de transmitir con naturalidad los sentimientos, ha hecho que muchos hombres y padres de familia cohíban sus expresiones de afecto, así como gestos verbales y físicos de cariño, a sus cónyuges e hijos.
Esta situación ha traído consigo, a lo largo de la historia, una lamentable afectación en las relaciones familiares y sociales. Las esposas y los hijos e hijas resienten esa ausencia de contacto y comunicación afectiva, y, como resultado inevitable, estas carencias se traducen en posteriores frustraciones y lesiones emocionales. Pero también el hombre, el esposo y el padre, al detener sus expresiones afectivas, termina siendo uno de los más afectados de la “cultura patriarcal”, porque se pierde o ve limitado su potencial de comunicación y el deleite afectivo que proviene de la reciprocidad del contacto humano.
Es cierto que las cosas están cambiando, y nos adentramos al Siglo XXI con importantes modificaciones en las relaciones humanas en todos los niveles. El diálogo, el respeto y la interacción en los ámbitos sociales y familiares cada vez son más extendidos. Dichosamente, sobre estos tópicos, nos estamos acercando a una mejor comprensión de las enseñanzas de Jesús presentes en el Evangelio. Sin embargo, aún falta mucho por hacer.
De manera particular, los padres de familia deben variar su papel en el hogar. Los hijos necesitan padres más cercanos, presentes en sus etapas de desarrollo, a su lado, no solo como referentes necesarios de autoridad, sino además, como soportes insustituibles en la conformación de su identidad y desarrollo integral.
La presencia de los padres en el hogar es fundamental, pero esta presencia física y emocional no es suficiente si no se concibe como una incorporación plena en la dinámica familiar. Lo cual se traduce en un involucramiento en las tareas y responsabilidades que supone la convivencia de familia, una vinculación real, junto con la madre, en la crianza, educación, disciplina y transmisión de valores hacia los hijos e hijas, al igual que en el otorgamiento de afecto, cuidado y seguridad hacia los mismos.
Para un padre, no puede existir mayor satisfacción que compartir lo cotidiano, pensamientos, comunicación, inquietudes e ilusiones con los hijos e hijas. La posibilidad de diálogo con ellos y ellas se convierte en la más hermosa y edificante experiencia.
Este diálogo eleva la posibilidad de acompañarlos en la construcción paulatina de sus proyectos de vida, en ser referentes válidos para la toma de decisiones y apoyos sólidos; consejeros oportunos y acompañantes permanentes.
El diálogo significa hablar con los hijos, y hablar con los hijos significa fundamentalmente, y sobre todo en estos tiempos, escucharlos, aún más allá de las palabras que expresan. Ésta es la más grande de las experiencias y de las oportunidades para compartir, para crecer juntos y para acercarnos a ellos mediante lazos afectivos que trascienden el momento, ya que se extienden para siempre.
Cuando se afirma que el padre puede ser amigo de sus hijos, no se trata de que el padre pretenda establecer una relación horizontal, de iguales, con sus hijos. Se trata de que el hijo o hija encuentre la cercanía, la disposición, la confianza y el afecto del padre en todo momento y circunstancia. Se trata de la proximidad y la disponibilidad del padre para cuando el hijo o hija lo requiera, el consejo oportuno, el brazo solidario, la palabra de apoyo y el abrazo de amor, que los estereotipos y los tabúes, las inhibiciones y los temores, en ocasiones, les han impedido a los padres expresar con total libertad y plena satisfacción. Sí, bajo esta perspectiva, se puede ser padre y amigo de los hijos; pero este vínculo debe estar fundamentado en una relación de mutuo respeto, admiración y profundo amor.
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