La escena ocurrió en Israel, en el territorio de la ribera occidental del río Jordán conocido como Cisjordania. Un jovencito de catorce años de edad tomó una piedra de la calle. Junto con él había doce compañeros más, todos con piedras en las manos, todos temblando de ira, y todos protestando a gritos. Y enfrente de ellos había un pelotón de soldados israelíes. Todos los jovencitos eran árabes.
De repente los soldados israelíes abrieron fuego. Dijeron que su intención no era matar. Sólo querían asustarlos. Para eso habían cargado sus armas con balas que no eran de plomo sino de plástico. Pero dadas ciertas circunstancias, las balas de plástico también matan. Una de ellas entró por el ojo del jovencito y se alojó en su cerebro. El niño quedó muerto en la calle. Sus compañeros huyeron.
No queriendo matar sino sólo amedrentar, el ejército israelí había adoptado una nueva táctica: usar balas que no son de plomo. Primero fueron balas de goma. Estas golpean sin rasgar la piel, pero son de corto alcance, así que no sirvieron. Después pasaron a las de plástico. Las de plástico pueden herir la piel, pero se espera que no maten. Sin embargo, en este caso la bala de plástico resultó tan mortífera como la de plomo. Es que balas son siempre balas.
Hay otras balas que también son siempre balas. Me refiero a las palabras hirientes, que no sólo causan heridas sino que pueden incluso matar.
Conozco a un hombre que adquirió, quien sabe cómo, el mal hábito de decirle tonta a su esposa. Con cualquier cosa que hiciera la señora, que a él no le cayera bien, él lanzaba balas hirientes como: “¿Cuándo vas a usar tu cabeza, tonta?” Después de algún tiempo de tratarla así, ella le pidió el divorcio. El matrimonio murió. El bienestar psicológico y emocional de los niños pequeños, que necesitaban de un hogar, quedó también muerto, y la señora quedó destruida.
¿Cómo son nuestras palabras? ¿Son de goma, de plástico o de plomo? Lo cierto es que poco importa. Cuando la intención es dañar, aun con palabras como “querida” o “amor”, pero con tono sarcástico y de rabia, se puede matar. Poco importa que las palabras sean de goma o de plástico o de plomo. Lo mismo matan.
Sólo Jesucristo puede cambiar nuestras palabras y el tono con que las decimos, transformando el corazón. Él dijo: “De la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). Entreguémosle nuestro corazón a Cristo. Él quiere renovarlo.
De repente los soldados israelíes abrieron fuego. Dijeron que su intención no era matar. Sólo querían asustarlos. Para eso habían cargado sus armas con balas que no eran de plomo sino de plástico. Pero dadas ciertas circunstancias, las balas de plástico también matan. Una de ellas entró por el ojo del jovencito y se alojó en su cerebro. El niño quedó muerto en la calle. Sus compañeros huyeron.
No queriendo matar sino sólo amedrentar, el ejército israelí había adoptado una nueva táctica: usar balas que no son de plomo. Primero fueron balas de goma. Estas golpean sin rasgar la piel, pero son de corto alcance, así que no sirvieron. Después pasaron a las de plástico. Las de plástico pueden herir la piel, pero se espera que no maten. Sin embargo, en este caso la bala de plástico resultó tan mortífera como la de plomo. Es que balas son siempre balas.
Hay otras balas que también son siempre balas. Me refiero a las palabras hirientes, que no sólo causan heridas sino que pueden incluso matar.
Conozco a un hombre que adquirió, quien sabe cómo, el mal hábito de decirle tonta a su esposa. Con cualquier cosa que hiciera la señora, que a él no le cayera bien, él lanzaba balas hirientes como: “¿Cuándo vas a usar tu cabeza, tonta?” Después de algún tiempo de tratarla así, ella le pidió el divorcio. El matrimonio murió. El bienestar psicológico y emocional de los niños pequeños, que necesitaban de un hogar, quedó también muerto, y la señora quedó destruida.
¿Cómo son nuestras palabras? ¿Son de goma, de plástico o de plomo? Lo cierto es que poco importa. Cuando la intención es dañar, aun con palabras como “querida” o “amor”, pero con tono sarcástico y de rabia, se puede matar. Poco importa que las palabras sean de goma o de plástico o de plomo. Lo mismo matan.
Sólo Jesucristo puede cambiar nuestras palabras y el tono con que las decimos, transformando el corazón. Él dijo: “De la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). Entreguémosle nuestro corazón a Cristo. Él quiere renovarlo.